Érase
una vez
un
extraño poeta,
que
reía en su ironía
por
cuestiones obsoletas.
Se
pasaba noche y día
buscando
un sentido a todo,
con
la gente del montón
luchando
codo con codo.
Haciendo
todo a su modo,
soñando
con ser feliz,
sin
saber que en ese ámbito
no
era más que un aprendiz.
Y
la noche lo veía,
y
él devolvía la mirada.
“Hoy
no estoy para ironías”.
Su
cara estaba opacada.
Y
al bajar el rostro triste,
al
notar la letra floja,
una
lágrima resbala
suicidándose
en la hoja.
Hoy
estoy donde no debo,
hoy
mi alma está a tu lado,
y
desde allá escribe ésto:
en
tu dolor se ha inspirado.
El
poeta, muy distante,
dejaba
fluir los versos,
los
ojos del corazón atentos,
los
de la mente dispersos.
Y
viajando por las nubes,
intenta
escuchar su voz;
otra
lágrima resbala;
se
preocupa: ya son dos.
-Buenas
noches, señorita
¿está
acaso siempre así?
-No
lo estoy, solo olvidé
el
momento en que a plenitud viví.
Con
su máscara hecha añicos
recogiendo
los pedazos,
el
poeta quiere tanto,
pero
no puede dar un paso.
Y
antes de reconstruir la máscara,
precipitada,
a la carrera,
se
resbala una lágrima
que
viene a ser la tercera.
Pero
ésta no se suicida,
sino
que en sus labios reposa,
para
besarla en la frente, y dejar, así,
signo
más fuerte que el de una rosa.
-Buenas
noches, señorita,
cierre
los ojos sin miedo,
que
la cuidarán mis versos,
que
la cuidará mi esmero.
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