Poco antes de que
cayera la noche, los habitantes del pueblo, cuyo nombre no me atrevo a
mencionar, se encerraron en sus lúgubres casas, aterrados. Muchos incluso
apagaban las velas y se escondían bajo la cama. El terror que los invadía se
podía percibir en el aire, en el agua, en cada detalle... quizá por eso el
pueblo terminó muriendo.
Como de costumbre, nuestro personaje encendió
un cigarrillo y comenzó una nueva lectura. Su amada estaba arriba, cómodamente
en su cama con un esposo que ella no quería tener, pero que no podía evitar.
Irónico, teniendo en cuenta lo aferrada que estaba a la promesa de la libertad.
Y el allí abajo imaginando; y ella allí sobre
su cabeza soñadora, cual ninfa, custodiada por la bestia que dormitaba en su
regazo. El peso terrible de aquel ser lleno de sombras la hundía en las
sábanas.
Los días y las noches eran abismalmente
diferentes para él. Tenerla de momentos para luego perderla era algo con lo que
jamás podría lidiar, pues nunca podría adaptarse a los amores erráticos.
Escuchó un llanto agudo, dándose cuenta de que
Claudia había quedado en la calle y estaba siendo retirada desesperadamente de
lo que creían era una zona de peligro.
"Allí donde se cuele la luna..."
decían, sin tener la menor idea de que no estaban en peligro. Nadie estaba en
peligro... todavía.
—Dichosa Claudia, –pensó– no se la ha tragado
el miedo; puede ver al cielo directamente sin temor a ser juzgada. Puede pecar
libremente.
Luego recordó que es el miedo lo que mantiene
vivo y se olvidó de esa envidia absurda.
Pensar sobre el miedo hizo que su mente le
propusiera, casi sin ánimos ya, otro intento. Se levantó tembloroso, se acercó
a la puerta del sótano... quedó petrificado como siempre, con la mano en la
llave que ya estaba dentro de la cerradura, sin atreverse a girarla, sin
atreverse a hacer nada.
Asqueado de sí mismo por su cobardía, volvió
sobre sus pasos y retomó la lectura, extrañando de un modo enfermizo el olor
del cuerpo de su amante.
Leía la misma página una y otra vez, encendía
un cigarrillo tras otro, pero aun así no podía dejar de sentir el roce de sus
hermosos cabellos, con olor a lluvia, contra su pecho, torturándolo.
La escuchó cantar con voz trémula, asustada.
Tan cerca y tan lejos, tan fuerte y tan débil. Ardió en cólera, porque ella no
se resolvía a huir.
— ¿Tú también temes? Pero él es sólo un hombre.
Él también sangra, a él también le dolerás cuando por fin desaparezcas... él
también sabe que no te tiene, y también ansía que te pierdas en su voz.
Lo peor de todo es que él tenía marcas de
mordidas aun ardiendo en su piel, y ella estaba allí, a su alcance. ¿O
no?
Llevaban meses sin dormir juntos siquiera una
sola vez, y costaba soportarlo.
El silencio en las calles era sepulcral. Incluso los animales se habían ocultado, y la brisa procuraba pasearse lentamente, para no hacer ruido.
"Allí donde se cuele la luna...
corre".
Escuchó el ligero chirrido que delataba que
ella se había movido en la cama y se sobresaltó.
La réplica del sonido perforaba sus sienes... y
pensar que media hora antes él estaba sobre ella entre esas mismas sábanas.
¿Se iría él? ¿Se irían los dos para siempre? La
segunda opción parecía la más lógica: ella siempre parecía estar a punto de
irse, pero él simplemente no podía abandonar la casa, ni intentar salvarla. Se
acercó a la puerta por monotonía y volvió a alejarse a los pocos segundos, sin
siquiera haberla tocado. No quería perderla, pero no había nada que pudiese
hacer... ¿o sí?
Decisiones... decisiones. La mujer en el piso
superior temía y despreciaba al hombre que
estaba en su cama, pero cuando estaba a punto de marcharse, él le daba
una razón para no hacerlo, y volvían a los mismo. Él con los ojos y la vida
turbios y ella cantándole, cada vez con menos voz, canciones cada vez más
breves.
El pelinegro se quedaba cada noche en aquel
sótano, y ella lo quería de nuevo contra su piel para que se llevara todo, para
que lo borrara todo, para que se llevara cualquier vestigio del tacto de la
bestia... para que colmara sus deseos.
Tic... tac... tic... tac... tic... tac...
—No sólo tú tienes demonios, Clarisse; se
acabó. Esa fue la última noche de ese pueblo gris y polvoriento. La puerta cayó
destrozada de una patada, y los rugidos del cuarto de arriba no se hicieron
esperar. Cuando Víctor finalmente le hizo frente a la situación, "el
esposo" estaba dentro de ella, como de costumbre. Los ojos desorbitados de
su amante le
demostraron que no estaba en todas sus facultades. Él abrió bruscamente el recipiente con un líquido extraño, con un olor muy fuerte, y comenzó a rociarlo por toda la habitación. Ella seguía fuera de sí, sin poder hacer nada. La figura, semejante a la niebla, finalmente salió de
ella y arremetió contra Víctor, que lo rechazó con impaciencia. En su mente no había espacio para más nada: era necesario destruir lo que se apoderaba de Clarisse. La figura trató entonces de volver a su acostumbrada víctima, pero Víctor frustró el intento con una voz endemoniada que envenenó a la mujer:
demostraron que no estaba en todas sus facultades. Él abrió bruscamente el recipiente con un líquido extraño, con un olor muy fuerte, y comenzó a rociarlo por toda la habitación. Ella seguía fuera de sí, sin poder hacer nada. La figura, semejante a la niebla, finalmente salió de
ella y arremetió contra Víctor, que lo rechazó con impaciencia. En su mente no había espacio para más nada: era necesario destruir lo que se apoderaba de Clarisse. La figura trató entonces de volver a su acostumbrada víctima, pero Víctor frustró el intento con una voz endemoniada que envenenó a la mujer:
—Quédate conmigo, por favor.
Cuando las llamas alcanzaron el líquido que
estaba por todos lados, los amantes ya corrían lejos, ajenos a la explosión que
se extendería por todo el pueblo y convertiría en cenizas a Claudia y su falta
de miedo.
Dicen que los gritos del esposo todavía se escuchan por las noches, clamando primitivamente por una fuente de alimento.
No lo sé... estoy muy lejos del sótano y de la
desesperación... aunque sigamos sin dormir juntos.
Allí donde se cuele la luna... corre. No preguntes, no titubees, no voltees: corre, porque ella es caprichosa y no te quiere dejar ir.
Quédate conmigo, por favor.