“El
verdadero tema del escritor es ser fiel a sus fantasmas, liberándose de ellos
al escribir” Jorge Luis Borges.
La mano me tiembla sin control, pero
no se me permite detenerme. Son las 3 de la madrugada, o bien puede ser de día:
todo es confuso en esta habitación sin ventanas ni puertas. Intento ignorar las
voces, aunque a veces dejo que me hablen con su corrosiva amabilidad y su
extenuante dulzura. A fin de cuentas, no puedo escribir si no me permito que
aparezcan regularmente.
Se me cierran los ojos, cansados, así que me dejo vencer
momentáneamente, víctima de la suave tentación. Pienso en una bailarina que se
abre paso por entre los libros de la habitación con movimientos sensuales, que
despiertan súbitamente un fuego misterioso. Los tambores, cuyo paradero
desconozco, pues parecen estar en todas partes al mismo tiempo, no guían a la
bailarina, sino que se adaptan a ella: es ella la que los controla y va
acelerando paulatinamente, a medida que la danza se hace más agresiva y el
dolor, la desesperación, se apoderan de mi cerebro.
La bailarina es mi arma más poderosa, y quiero adorarla,
desnudarla, dominarla totalmente; y eso hago… de su boca y de su sexo brota un
néctar indescriptible, cuyo sabor me mantiene aferrado a ella. Estoy extasiado,
deleitado, feliz.
De pronto, los tambores dejan de sonar. Abro los ojos, no hay
libros, no hay voces, no hay néctar ni bailarina. Hay puertas y ventanas en su
lugar: el texto está terminado.
Pronto nos veremos de nuevo.
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