Vistas de página en total

jueves, 21 de mayo de 2015

Quédate - José Tedesco y “Elise” (seudónimo) 21/5/2015


Poco antes de que cayera la noche, los habitantes del pueblo, cuyo nombre no me atrevo a mencionar, se encerraron en sus lúgubres casas, aterrados. Muchos incluso apagaban las velas y se escondían bajo la cama. El terror que los invadía se podía percibir en el aire, en el agua, en cada detalle... quizá por eso el pueblo terminó muriendo.

Como de costumbre, nuestro personaje encendió un cigarrillo y comenzó una nueva lectura. Su amada estaba arriba, cómodamente en su cama con un esposo que ella no quería tener, pero que no podía evitar. Irónico, teniendo en cuenta lo aferrada que estaba a la promesa de la libertad.

Y el allí abajo imaginando; y ella allí sobre su cabeza soñadora, cual ninfa, custodiada por la bestia que dormitaba en su regazo. El peso terrible de aquel ser lleno de sombras la hundía en las sábanas.

Los días y las noches eran abismalmente diferentes para él. Tenerla de momentos para luego perderla era algo con lo que jamás podría lidiar, pues nunca podría adaptarse a los amores erráticos.

Escuchó un llanto agudo, dándose cuenta de que Claudia había quedado en la calle y estaba siendo retirada desesperadamente de lo que creían era una zona de peligro.

"Allí donde se cuele la luna..." decían, sin tener la menor idea de que no estaban en peligro. Nadie estaba en peligro... todavía.

—Dichosa Claudia, –pensó– no se la ha tragado el miedo; puede ver al cielo directamente sin temor a ser juzgada. Puede pecar libremente.

Luego recordó que es el miedo lo que mantiene vivo y se olvidó de esa envidia absurda.

Pensar sobre el miedo hizo que su mente le propusiera, casi sin ánimos ya, otro intento. Se levantó tembloroso, se acercó a la puerta del sótano... quedó petrificado como siempre, con la mano en la llave que ya estaba dentro de la cerradura, sin atreverse a girarla, sin atreverse a hacer nada.

Asqueado de sí mismo por su cobardía, volvió sobre sus pasos y retomó la lectura, extrañando de un modo enfermizo el olor del cuerpo de su amante.

Leía la misma página una y otra vez, encendía un cigarrillo tras otro, pero aun así no podía dejar de sentir el roce de sus hermosos cabellos, con olor a lluvia, contra su pecho, torturándolo.

La escuchó cantar con voz trémula, asustada. Tan cerca y tan lejos, tan fuerte y tan débil. Ardió en cólera, porque ella no se resolvía a huir.

— ¿Tú también temes? Pero él es sólo un hombre. Él también sangra, a él también le dolerás cuando por fin desaparezcas... él también sabe que no te tiene, y también ansía que te pierdas en su voz.

Lo peor de todo es que él tenía marcas de mordidas aun ardiendo en su piel, y ella estaba allí, a su alcance. ¿O no? 

Llevaban meses sin dormir juntos siquiera una sola vez, y costaba soportarlo.

El silencio en las calles era sepulcral. Incluso los animales se habían ocultado, y la brisa procuraba pasearse lentamente, para no hacer ruido.

"Allí donde se cuele la luna... corre".

Escuchó el ligero chirrido que delataba que ella se había movido en la cama y se sobresaltó.

La réplica del sonido perforaba sus sienes... y pensar que media hora antes él estaba sobre ella entre esas mismas sábanas.

¿Se iría él? ¿Se irían los dos para siempre? La segunda opción parecía la más lógica: ella siempre parecía estar a punto de irse, pero él simplemente no podía abandonar la casa, ni intentar salvarla. Se acercó a la puerta por monotonía y volvió a alejarse a los pocos segundos, sin siquiera haberla tocado. No quería perderla, pero no había nada que pudiese hacer... ¿o sí?

Decisiones... decisiones. La mujer en el piso superior temía y despreciaba al hombre que  estaba en su cama, pero cuando estaba a punto de marcharse, él le daba una razón para no hacerlo, y volvían a los mismo. Él con los ojos y la vida turbios y ella cantándole, cada vez con menos voz, canciones cada vez más breves.

El pelinegro se quedaba cada noche en aquel sótano, y ella lo quería de nuevo contra su piel para que se llevara todo, para que lo borrara todo, para que se llevara cualquier vestigio del tacto de la bestia... para que colmara sus deseos.

Tic... tac... tic... tac... tic... tac...

—No sólo tú tienes demonios, Clarisse; se acabó. Esa fue la última noche de ese pueblo gris y polvoriento. La puerta cayó destrozada de una patada, y los rugidos del cuarto de arriba no se hicieron esperar. Cuando Víctor finalmente le hizo frente a la situación, "el esposo" estaba dentro de ella, como de costumbre. Los ojos desorbitados de su amante le
demostraron que no estaba en todas sus facultades. Él abrió bruscamente el recipiente con un líquido extraño, con un olor muy fuerte, y comenzó a rociarlo por toda la habitación. Ella seguía fuera de sí, sin poder hacer nada. La figura, semejante a la niebla, finalmente salió de
ella y arremetió contra Víctor, que lo rechazó con impaciencia. En su mente no había espacio para más nada: era necesario destruir lo que se apoderaba de Clarisse. La figura trató entonces de volver a su acostumbrada víctima, pero Víctor frustró el intento con una voz endemoniada que envenenó a la mujer:

—Quédate conmigo, por favor.

Cuando las llamas alcanzaron el líquido que estaba por todos lados, los amantes ya corrían lejos, ajenos a la explosión que se extendería por todo el pueblo y convertiría en cenizas a Claudia y su falta de miedo.

Dicen que los gritos del esposo todavía se escuchan por las noches, clamando primitivamente por una fuente de alimento.

No lo sé... estoy muy lejos del sótano y de la desesperación... aunque sigamos sin dormir juntos.

Allí donde se cuele la luna... corre. No preguntes, no titubees, no voltees: corre, porque ella es caprichosa y no te quiere dejar ir. 


Quédate conmigo, por favor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario