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sábado, 16 de mayo de 2015

Dos Lunas - José Tedesco y "Elise" (seudónimo) (14/5/2015)

—Mira el horizonte, Annia: se acerca.

La mujer apenas se volteó a mirarle con una sonrisa queda:

—Nunca he entendido tu amor por lo inminente– sus ojos fijos en los de él.

—Sucede– continúa él, poniendo su dedo índice izquierdo en unos labios rojos que palidecieron al instante– que no quiero ser encontrado una vez más.
El aullido de la luna no se hizo esperar. Mostraba sus dientes plateados en señal de peligro.

Ella rió de manera suave y tomó la mano que él antes había posado en sus labios, examinándola mientras hablaba:

—Deberías saber que esa posibilidad también se nos viene encima. ¿O es que has olvidado que las traiciones están destinadas a repetirse?

"Traiciones... traiciones... traiciones..." La palabra hacía eco en su cerebro, rebotando como una mosca atrapada. Sintió una punzada placentera, y salió de su ensimismamiento para contemplar con cariño a Annia mordiendo uno de sus dedos y bañando de escarlata sus hermosos labios. La besó en la frente antes de hablar:

—No es el momento, Annia. Quiero un rato más de oscuridad a tu lado antes de que la batalla sea inevitable. En ese momento, prometo que dejaré que me encuentren.

Ella tomó la sangre que fluía de la herida entre sus dedos también, como si estuviera guardando algo de él; su rostro atascado en una expresión ausente.

—Como desees– murmuró, con una despedida quemándole la boca una vez más; otra repetición, casi una costumbre. Y se preguntó si no los había condenado con esas palabras, pero no intentó remediarlo.

Haciendo caso omiso de su acostumbrado titubeo, y sintiendo a su bestia interna despertar del profundo sueño, el capitán comenzó a caminar aceleradamente, escondiendo una sonrisa entre las sombras. Le hacía gracia escuchar cómo trotaba a sus espaldas para seguirle el paso. Su respiración, por otro lado, se entrecortaba dolorosamente, y él no sabía si esa noche Annia jugaría con sus cabellos y lo ayudaría a controlarse.

Veía su espalda desdibujándose contra la oscuridad y por momentos sentía que si lo perdía de vista, él iba a desaparecer. El sonido de la respiración errática era lo único que la calmaba, porque delataba su presencia.

Una vez en la cueva, como si su cuerpo hubiese estado esperando esa señal, el capitán cayó de rodillas, atormentado por la bestia de fuego que se retorcía en su interior. Annia lo tomó en sus brazos y apretó fuertemente, como si quisiera dejar una cálida marca.

. . .

Hay un lugar donde las cosas inmortales encuentran una muerte placentera. Allí, pero sólo de soslayo, se puede divisar un cierto hilo de humo muy fino, que conduce a una puerta, que conduce a una habitación secreta, que conduce a una cama de hierro suave, que conduce a un sueño de 5 horas del que nunca se despierta intacto.

Sin ademanes ni empuñaduras, la flor de loto en medio del océano, y el abismo firme y frío, con su mirada petrificada hacia arriba, directo a unos ojos que no pueden descifrarlo.

Levanta las manos hacia un pasado que se eleva en lineas sinuosas e incoloras. Cada una se desprende de su pecho y se evapora, desaparece. Trata de aferrarse a ellas en caso de que las necesite, en caso de que el retorno no sea solo una ilusión, y cierra los dedos contra el aire. Levanta los ojos y ve al olvido allí, sonriéndole mientras devora todo con parsimonia.

—Calla, para que te encuentre...
calla, para que no te encuentre más nadie...
calla, para que no me atormentes las venas, ni los ojos, ni la piel...
sólo calla, y escucha.

Apenas alcanzó a darse la vuelta justo a tiempo para ver por una fracción de segundo a la mujer que lo envolvía con una tela negra y que había pronunciado esas palabras.

Comenzó a caer, envuelto en un silencio sepulcral... Al despertar sobresaltado, descubrió a Annia aferrada a su mano izquierda y se calmó al instante, para no despertarla con su respiración. Sus labios cubrían uno de sus dedos, como un beso congelado... como las más cálida caricia estática.

La luna seguía allí, delatándolo como de costumbre. A veces, sentía su presencia incluso de día, como un hábil fantasma: era la luna de Borges, la luna al acecho. Quería irse, pero Annia... apretó su pecho contra su espalda, besó sus cabellos, y estaba dispuesto a esperar pacientemente hasta el amanecer.

Pero ella no dormía ya, no había manera de permanecer calmada esa noche. Abrió los ojos lentamente, escuchándolo respirar. Su mano todavía allí contra la suya.

—Te has condenado– murmuró en un tono neutro, con voz ronca y rasgada , mientras le soltaba la mano lentamente. Parecía que sus pieles se hubieran unido para evitar una despedida.

Él no sabía si soltarla o no. Se limitaba a estudiar el brillo particular de sus ojos, hasta que un aullido lejano le arrebató el ensimismamiento. Se puso de pie, dejando caer las sábanas de hierro, y quiso correr. Sin embargo, se mantuvo donde estaba, y armándose de valor, intentó soltar lo que llevaba tanto tiempo luchando por salir:

—Vla... dimir. Mi nombre, querida Annia, es Vladimir. Te protejo porq...

Ella se abalanzó sobre él, callándolo con sus envenenados labios. El beso, explosivo y a la vez lleno de una calmada desesperación, desapareció por instantes el oxígeno de la cueva.

—No quiero saber. Confía en mí: será mejor para ti.

—Es una despedida, pero no tiene que repetirse siempre –respondió él un poco desconcertado, quizás por el gesto torcido que ahora se había adueñado de la boca de ella.

Negando suavemente, Annia comenzó a hablar con un tono quebrado:

—No hay nada que hacer. Las traiciones vuelven, quieras o no.

Le miró a los ojos por lo que ella sabía sería la última vez y lo abrazó de una manera tosca mientras hablaba de nuevo:

—La luna que ves es en cielo no es la que te ha traído aquí: ha sido tu otra luna– le dijo a modo de disculpa.

Sin más preámbulos y con una elegancia inesperada, la mano derecha de Annia (la misma que había mantenido la mano izquierda de él contra su boca) descendió en picada sobre su propia ropa, como un pelícano, extrayendo la afilada presa que aterrizó inmediatamente a medio centímetro del cuello de Vladimir.

—Lo tengo– dijo con una voz inexpresiva.

Y salió de la nada para recibir su recompensa, y el viento parecía una carcajada repugnante. Vladimir elaboró su mejor sonrisa y clavó sus ojos en Annia; no en sus ojos, ni en su boca: en ella... en toda ella al mismo tiempo. Acercó su rostro al de ella, y la daga cortó ligeramente su cuello. Ella ni siquiera se movió cuando él plantó en ella su más poderoso beso.

—Lo supe desde un principio –dijo Vladimir, mientras tomaba delicadamente la mano derecha de la pequeña criatura con sus dos manos–. Sin embargo– se inclinó para besar el dorso de aquella mano congelada– yo decido mi destino.

La abrazó con tal rapidez que al principio ella ni siquiera entendió qué pasó. El tercer invitado se retiró sin dejar rastro, y Annia y Vladimir quedaron ahí, abrazados, mientras el suelo se teñía de un carmesí turbio, cuya marca no se iría nunca.

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